Redacción/Agencias – A mediados de este siglo, la localidad de Barrow y los ocho pueblos a su alrededor estarán bajo el agua. Quedarán sumergidas las casas, la tundra y los caminitos que atraviesan esa remota zona de Alaska, en Estados Unidos, a unos 500 kilómetros al norte del círculo ártico. Ninguna obra pudo –ni el dragado del suelo, ni los muros de contención- frente a la arrolladora realidad: el agua avanza, bajo el efecto del cambio climático.

«El retroceso de la línea costera es de entre 9 y 19 metros por año», dijo el geomorfólogo Robert Anderson, de la Universidad de Boulder, que estudia los cambios del paisaje en Alaska desde 1985. En 2000, el especialista dio por primera vez el alerta. El aumento del nivel del mar, el calentamiento global y el derretimiento del permafrost -la capa de suelo congelado- ya estaban en marcha. «Es frustrante», dijo el experto a The Washington Post.

Cuando el hielo se derrite, la costa queda expuesta al viento, las tormentas y el mar que se rompe contra el litoral y acelera la erosión. A medida que se aleja el hielo de la costa, cobran más fuerza las olas que ascienden hasta 6 metros de altura cuando llegan a tierra, explicó Anderson.

«Lo único que podamos hacer es mover nuestros pueblos hacia el interior», dijo al diario estadounidense Mike Aamodt, el ex alcalde interino de Barrow y de los pueblos vecinos del distrito de North Slope, que se extiende sobre más de 230.000 kilómetros cuadrados.

El acceso a Barrow es aéreo exclusivamente, salvo en los meses de verano cuando se abre la ruta marítima. Los poco más de 4.000 residentes cuentan con una oficina de correo, una comisaría, un destacamento de bomberos y una escuela secundaria -con una pista y una piscina, ambas cubiertas, para sus 200 alumnos-. Además, disponen de un centro recreativo, una hospital con 14 camas, algunas iglesias y un puñado de restaurantes de familia. No se encuentran cines en 1.600 kilómetros a la redonda, ni venta de bebidas alcohólicas, ni vida nocturna.

Hay campos petroleros a unos 300 kilómetros al este, en Prudhoe Bay, pero salvo por algunos logotipos corporativos que se exhiben en los edificios, no hay señales de grandes petroleras en la ciudad. La naturaleza es lo que atrae a los que se aventuran hasta allí. Los paisajes agrestes, los lagos que el crudo invierno transforma en pista de hielo, la tundra marrón y verde bajo el sol de verano, y los animales: las ballenas, las focas, las morsas y los osos polares.

A ese confín del mundo también llegan los científicos que estudian el cambio climático. Las temperaturas promedian los 20 grados bajo cero en invierno y suben hasta 40 grados en verano. Los lugareños, así también como las mediciones, indican que la nieve y el hielo alcanzaron el nivel más bajo nunca registrado.

La zona fue por mucho tiempo el hogar de los nativos Inupiaq, que vivieron principalmente de la abundante vida marina. La ciudad moderna se desarrolló con el auge de la caza de ballenas a fines de 1.800, pero hay rastros de asentamientos indígenas que remontan a 800 años después de Cristo. Las ballenas gigantes de Groenlandia (o ballenas boreales), originarias de esa región del Ártico, prosperan con el calentamiento del mar. No así los seres humanos.

«A veces tengo esa sensación extraña. Pienso ‘Oh Dios, estamos en el permafrost'», dijo Diana Martin, una Inupiaq nacida en Barrow, que trabaja en el museo de la ciudad. La ciencia respalda su preocupación: este año se encamina a ser el más cálido registrado hasta ahora.

Y a medida que las temperaturas del aire y los océanos se incrementan, así sucede también con el permafrost, una capa subterránea de suelos congelados, rocas y agua de miles de años de antigüedad.

El geofísico Gary Clow, que pasó 30 años midiendo las temperaturas en Alaska, sostiene que el permafrost se calentó cinco grados desde 1990. Eso hizo que el suelo se ablandara, levantara y cambiara. Y esos cambios afectaron todo lo que estaba construido sobre él, incluidos caminos y aeropuertos.

La amenaza no termina ahí: si los depósitos de combustibles o las cloacas se derraman sobre alguna fuente de agua potable, la contaminación será enorme y el impacto sobre la salud de la población también.

Cuando los huracanes golpearon la central eléctrica de Barrow en 2000 y 2004, el resultado fue la contaminación del agua potable. Aamodt sostiene que los estados de emergencia son bastante comunes en la ciudad, y debido a la crecida de las aguas y la erosión costera, cada año trae la amenaza de una tormenta que podría borrar la ciudad del mapa.

Enfrentadas con un destino que consideran inevitable, algunas personas comenzaron a mudarse hacia el interior del continente. Aamodt, por caso, mudó su cabaña de cacería seis veces desde 1970.

«Otras civilizaciones ya desaparecieron por no respetar los recursos naturales de los que dependían»

Pero mudar una ciudad entera es caro, mucho más caro que lo que el Estado puede pagar. Si bien el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, destinó cientos de millones de dólares para ayudar a las comunidades que ya están sufriendo el impacto del cambio climático, Aamodt considera que eso no será suficiente.

Uno de los poblados cercanos a Barrow, Point Lay, tiene 400 habitantes, 40 casas, grandes edificios e infraestructura cloacal, pero según Aamodt «costaría cerca de 500 millones de dólares mudar esa ciudad». El presupuesto anual de la ciudad es de 403 millones.

¿Se pueden salvar ciudades como Barrow? Aamodt cree que no. «Nuestra hora está llegando. Eso podría pasar este mismo año. Es inevitable».