Vivimos en la época de la censura. Al parecer, los años del oscurantismo, que creímos superados por los ideales de la ilustración, vuelven a alzarse sobre la civilización occidental como materializando la visión Nietzscheana del eterno retorno. Sin embargo, la censura hoy en día es todavía más peligrosa, ya que se esconde tras el velo de la virtud, la superioridad moral y la justicia social.

De la misma forma en la que el pueblo troyano recibió – con los brazos abiertos – aquel enorme caballo de madera, recibimos en nuestra sociedad a todos aquellos políticos, líderes de opinión y activistas que públicamente condenan el machismo, la homofobia, la transfobia, la xenofobia y todas las otras ‘fobias’ que se llegue a inventar.

Está claro que no se puede aceptar ningún tipo de discriminación en nuestra sociedad, ni la positiva ni la negativa, pero en la práctica, estas expresiones que pretenden iluminar actos o discursos discriminatorios no son más que una excusa para evitar una argumentación seria e informada; son un escondite ideológico para evitar la discusión.

Cada vez que una persona tacha de homofóbico cualquier argumento en contra del matrimonio gay, de machistas los estudios que resaltan las diferencias de personalidad entre hombres y mujeres, de transfóbicos a quienes se oponen a las operaciones de cambio de sexo en menores de edad y de xenofóbica la preocupación por la inmigración ilegal y la seguridad, no solo está censurando la posición del otro a través de una falacia ad hominem, sino que está aceptando su incapacidad de entablar un diálogo civilizado. 

Esta nueva forma de censura tiene la característica de que no se presenta como tal, así como en la fábula “Los siete cabritos y el lobo”, la censura de las ‘fobias’ aclara su voz con los huevos de la justicia social y sus patas las blanquea con la harina de progresismo, esperando que ingenuos le abramos la puerta. El problema es que hace tiempo se la abrimos.

A diferencia de la censura estatal, la cual tiende a ser explícita y autoritaria, la censura de las ‘fobias’ es implícita y totalitaria; funciona a nivel del pensamiento, usando la culpa como primera mordaza y, si esta falla, remata con el miedo al rechazo y persecución social. Nada más alejado del ideal de la libertad de expresión que nos dejó Voltaire al afirmar: “No comparto tus ideas, pero moriría por defender tu derecho a expresarlas”.

Dicha forma de censura, promovida fuertemente por la izquierda, se presenta a sí misma como la virtuosité encarnada, la llave para entrar al cielo de los ‘santos mártires’ y compartir mesa con el Che, Gandhi y Mandela. Por eso, no es de extrañar que lo primero que hacen los políticos de turno cuando su imagen se ve afectada es proclamar rimbombantes discursos llenos de condenaciones a todo aquel catálogo de ‘fobias’.

Todo esto no es más que un juego de poder, una forma de manipulación para imponer ciertos puntos de vista en la sociedad sin que estos puedan ser cuestionados o criticados. “Para saber quién reina sobre ti, simplemente descubre a quién no puedes criticar”, otra frase de Voltaire que ilustra nuestro zeitgeist.