Por Rogelio Ramírez Cartín
Abogado penalista, consultor en investigación criminal y escritor


Otra mujer asesinada, más víctimas, más dolor, más repudio público; otro depredador se visibiliza.

¿Es solo otro caso para lamentarnos, o debemos afinar el oído para escuchar la desgarradora voz de ella, alertando sobre la complicidad social en el origen y la proliferación de los depredadores?

El depredador asesino no emana por generación espontánea, es, más bien, para angustia nuestra, la manifestación de un nauseabundo cóctel vital que lo ha incubado, adobado en el tiempo y lo ha preparado para desconocer la piedad y percibir en la vulnerabilidad una oportunidad para atacar las discordancias de sus abismos y saciar las motivaciones conexas, reales o proyectadas.

¿Quién se estará ocupando seriamente de estudiar a los depredadores asesinos?

Quizá nadie o muy pocos, porque la proliferación de los agresores y la maquillada validación de sus conductas y métodos, nos vincula a todos, en grado de complicidad. Conocer criminológicamente a los depredadores asesinos es la única forma de disminuirlos, anticiparlos y, de paso, pulir nuestro espejo.

El culto a la degradación, la moda de la superficialidad, la popular devaluación, procurada o consentida, de la dignidad, quizá no alcanzan a ser insumos para crear un monstruo, pero indudablemente son espaldarazos a su inercia depredadora y a su sed de sangre. En tanto la sociedad enaltezca los antivalores, los peores seres humanos respirarán valor.

Algo, por demás escalofriante, debe movernos: El depredador asesino responde a provocaciones, pero ellas existen solo en su perturbada psiquis.

No es, entonces, la víctima, o lo que provenga de ella (su ropa, su aspecto, su modo de vida, su entorno), es la percepción del victimario lo que transforma en provocación la sola existencia de la presa. La “provocación pasiva”, ajena por completo a la voluntad y conciencia de la víctima, desencadena los procesos mentales cognitivos del depredador, que traducen a provocación lo que observa, convocan a sus motivaciones inmediatas (el ejercicio de la víctima para ser y decidir) y precipita su ataque (usualmente con presencia de enervantes –drogas o alcohol-) siempre procurando a su favor las vulnerabilidades y el entorno.

He ahí la elemental relevancia de fijar la atención en la génesis del depredador.

No serán los discursos ni el pesar, lo que evite que mueran más mujeres. No será nuestra incoherente sociedad, que “se escandaliza y teme” ante la cobardía de los depredadores pero igual celebra, aplaude y promueve la cosificación de las mujeres en costumbres y hasta en canciones, la que sentenciará con autoridad “que no falte una más”.