- A enero del 2020 más de 3.837 personas se encuentran en condición de calle, muchos mueren entre el abandono y desidia social e institucional
Por Ruth Torres
Son las 5 de la mañana; el centro de Santo Domingo de Heredia parece desierto, muy al estilo de los pueblos fantasmas del viejo oeste americano que teníamos por costumbre ver en las películas de los años 70.
El parque está rodeado de cinta amarilla como si fuera la escena de un crimen. Se ve desolado; su silencio solo se interrumpe por el ruido de los motores de unos cuantos carros que transitan por la calle principal.
Es sábado, pocas personas se habrán levantado temprano para atender sus quehaceres y escasamente algunos transeúntes notarán la ausencia de al menos cuatro o cinco personajes que pernoctan en el parque. Comúnmente se les ve en la vieja glorieta, pues ha servido de refugio durante muchos años. Las bancas de cemento en ella han funcionado como camas incluso en las noches frías y lluviosas.
Estos son solo la mínima parte de los más de 90 habitantes de la calle que se ubican en el cantón; el resto normalmente duerme en las plazas de deportes o en cafetales de la localidad.
Es posible que para los domingueños a fuerza de verlos se hayan acostumbrado a su presencia en el parque o haciendo fila en la basílica todos los jueves por la mañana: ahora son un elemento más del paisaje.
La desidia social e institucional tampoco permite que nadie se detenga por un instante y note su ausencia. Pocos se habrán preguntado: ¿qué pasó con los hermanos de la calle?
Según datos suministrados por el Sistema de Información de Población del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS), a enero del 2020 más de 3.837 personas se encontraban en condición de calle. De ellos, 3.387 son hombres, 448 son mujeres y dos están en la categoría de intersexo.
La mayoría se ubican en la ciudad capital: San José concentra cerca de 65% del total de esta población. Luego, un 13% en la provincia de Limón; Alajuela y Cartago tienen 6%. Heredia y Guanacaste representan 4% y Puntarenas suma un 2%.
Sobrevivientes
Junto a mí se encuentra Rafael Ramírez. El día se inició muy temprano; como es costumbre, él y sus compañeros del hogar “Luz de Amor” preparan el desayuno. La dinámica ha cambiado desde que el Ministerio de Salud anunció las medidas sanitarias a partir de la declaratoria de emergencia por la Covid-19.
El desayuno ya no será para 25 residentes del albergue. A la fecha se suman más de 19 personas en condición de calle, mejor conocidos por esta comunidad como “los hermanos de la calle”. Todos comparten un común denominador: la dependencia de sustancias o actividades nocivas para la salud.
Desde hace más de 14 años, la Pastoral Social se inició un programa para atender a los hermanos de la calle. Una vez a la semana, los días jueves, con el apoyo de un grupo de voluntarias de la comunidad, además de la asistencia del Hogar Luz de Amor, se ha brindado alimento, ropa y baño gracias al buen corazón de los vecinos solidarios y algunos comercios locales.
Sin embargo, ante las directrices emitidas por el Ministerio de Salud debido a la pandemia mundial, el cura párroco tomó la decisión de interrumpir este proceso de asistencia desde marzo.
Marielos Morales Chacón, coordinadora del programa, indica que ante la posibilidad de que se generara una mayor afectación de la salud por contraer el virus y en su afán por proteger a los voluntarios tomaron esta dura decisión.
¿A dónde irán ahora?, se preguntaba angustiada doña Marielos al recibir la noticia del cese del proyecto.
El hogar Luz de Amor
Un gran portón de hierro resguarda el hogar; todo está en silencio. De pronto, el portón se abre y sale a mi encuentro un joven; está recién bañado. Con timidez y una leve sonrisa me invita a pasar. El suelo esta mojado y huele a desinfectante y a cloro: se está realizando el proceso de limpieza matutino.
En la entrada, sobre un planché de cemento, hay cuatro pares de tenis muy coloridas. No son nuevas pero están en perfecto estado. Las pusieron ahí estratégicamente para que se sequen con el sol de la mañana. Al fondo, un tendedero cubierto de camisas, pantalones y ropa interior.
Los residentes del albergue me saludan a la distancia con curiosidad por saber quién es la visitante.
Este es un albergue que funciona desde hace 12 años. Su objetivo principal ha sido atender a la población con algún tipo de adicción y que reside en el cantón de Santo Domingo de Heredia. Sin embargo, apenas dan abasto para atender un máximo de 25 personas.
Rafael Ramírez, un hombre de 48 años, se ha hecho cargo de sostener el hogar en los últimos cuatro años. Constantemente sale a buscar apoyo, ya que el costo mínimo para sostener el hogar funcionando supera los ¢1.200.000 mensuales y en la actualidad no recibe apoyo del estado.
“Pase, pase; está en su casa, la estábamos esperando. Vea este es el hogar y estos son mis muchachos”, expresa entusiasta Ramírez, quien me indica el camino hacia su oficina: un espacio pequeño pero bien acomodado.
Iniciamos nuestra charla. Luego de unos 20 minutos de conversación, entró en calor y con gran elocuencia me comentó sobre su motivación para emprender la tarea.
“A los 14 o 15 años yo empiezo a fumar marihuana allá en Lotes Volio de Guadalupe. Luego fue alcohol y sucesivamente otras drogas más fuertes hasta consumir piedra. La desobediencia y la rebeldía hacia mis padres me llevaron a tomar una mala decisión. Con el pasar de los años intenté formar un hogar. Soy padre de una hija, pero por las drogas lo perdí todo. Yo fui indigente por más de 14 años”.
Asegura que con la ayuda de algunos sacerdotes de Heredia, su insistencia y gracias a que creyeron en él logró rehabilitarse y luego asumir la responsabilidad de liderar el hogar Luz de Amor con el apoyo del Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA).
¿Qué pensó cuando se enteró que se había cerrado el proyecto de ayuda a Los hermanos de la calle?, le pregunto
“Cuando se viene lo de la epidemia y el cura decide cerrar el proyecto (hace una pausa, respira profundo; sus ojos se llenan de lágrimas y con voz entrecortada sigue)… Yo soy del dolor, yo estoy recuperado no porque yo sea muy gallo ni porque sea muy carga; es por la misericordia de Dios y a mí nunca se me ha olvidado de dónde él me ha sacado”.
“Cuando pensé en ellos, yo me vi ahí, mamita; yo me vi ahí en cada uno de ellos. Además, yo soy muy devoto al padre Pío, así que le pedí que nos protegiera de la pandemia para poder recibirlos aquí”.
Es así como desde hace casi cinco meses “los hermanos de la calle” encontraron una nueva casa. Primero llegó uno, luego dos hasta que hoy el hogar recibe a más de 19 personas al día. Lo mejor para ellos es que ahora cuentan con la alimentación todos los días de la semana: desayuno, almuerzo y algunos día,s cuando se puede, hasta la cena.
A pesar de estar consciente del riesgo que esto simboliza, el director del albergue se las agencia para facilitarles el baño, ropa limpia y la oportunidad de participar de las terapias grupales para su recuperación. Ramírez mueve cielo y tierra para salir con la labor que le ha sido encomendada.
“Se me hace un nudo en la garganta de pensar en lo abandonados que están. La gente tiene que ponerse la mano en el corazón y entender que caer en la adicción es como recibir el abrazo de la muerte y es difícil escapar de él. Muchos no lo logran. No podemos olvidar que, en cada hermano de la comunidad, en cada muerto viviente, existe un ser humano que vale como persona”, comentó mientras se enjugaba los ojos.
Higiene personal
Sobre una repisa en la esquina, una pequeña caja de cartón llama mi atención. Me la acerca para saciar mi curiosidad. Dentro de ella hay bolsitas bien rotuladas con los nombres de los nuevos visitantes, su contenido: cepillo y pasta dental. “No me gusta que se vayan sin lavarse los dientes, a ellos hay que cuidarlos mucho”, me dice sonriente.
El hogar ha cuidado hasta el más mínimo detalle en la atención de sus nuevos visitantes.
Un olor agradable se desprende de la cocina; a lo lejos una voz anuncia que la sopa de pollo está lista por si gusto compartir la mesa con ellos. Mientras se preparan para el almuerzo, Ramírez indica que no desistirá en sus esfuerzos por conseguir los insumos necesarios para continuar con su labor, pues él no piensa dejarlos solos.
Miro sus caras; una sonrisa se dibuja en sus rostros ya marcados por los años de abandono. Se percibe en sus beneficiarios una gran tranquilidad al escucharlo; es la certeza de contar con un lugar seguro a donde llegar. Para estos hermanos de la calle, sus palabras significan un ápice de esperanza en estos tiempos de crisis.
Este albergue hace una apuesta por la vida, permite una nueva oportunidad para aquellos que desean escapar del abrazo de la muerte.
*Esta nota es parte del convenio con Digitus CR, el laboratorio de innovación y producción de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Federada San Judas Tadeo.