Cartago- Era Cartago el destino turístico por excelencia de los josefinos por las aguas termales y tratamientos de barro que ofrecía Agua Caliente, allá a finales del siglo IXX, cuando el ebanista cartaginés Rafael Arias recibió en su taller un pedido que, sin darse cuenta, cambiaría su vida y la de toda su generación.
Arias se dedicaba a construir todo tipo de muebles en su negocio que se ubicaba frente a lo que es hoy el Club Social, en Cartago centro; sin embargo, en 1888, una familia le pidió que construyera un ataúd con urgencia.
El ebanista se puso a trabajar en aquel féretro que se convirtió en el primero de miles que, 130 años después, vendería la hoy reconocida funeraria cartaginesa La Última Joya, una de las primeras en existir en todo el país.
Rafael Arias murió dos años después de aquel encargo que le daría un giro a su negocio de ebanistería. Su hijo, Carlos Arias Gutiérrez, se hizo cargo desde muy joven del negocio, el cual combinaba con un servicio de “taxi” a turistas que consistía en recogerlos en la estación del tren para llevarlos en volantas a disfrutar del otrora encantador Agua Caliente.
En 1905, cinco años antes de los terremotos que devastarían Cartago, se funda oficialmente la Funeraria La Última Joya Carlos Arias G e Hijos Limitada. Aquel hombre emprendedor despegó el negocio que llegó por accidente a su padre.
En pleno centro de Cartago abrió las puertas la funeraria que permaneció en el mismo lugar hasta el 2004, cuando por un segundo incendio (el primero fue en 1956) deciden trasladarse hasta barrio El Molino.
“Hoy la funeraria es un punto de ubicación en Cartago. Y cuando le gente pasa y ve que las calles de los alrededores están llenas de carros dicen que se murió alguien de plata o muy conocido”, dice entre risas Claudio Arias Álvarez, uno de los cuatro hermanos dueños y herederos del negocio.
Percherones y carruajes
Una vez fundada La Última Joya, don Carlos decidió ir más allá. Visualizó el negocio no solo en construir y vender cajas para muertos, sino en ofrecer un servicio más completo.
Es por ello, que decide traer caballos Percherones de California, Estados Unidos, para que halaran de los carruajes que llevarían a los difuntos por las empedradas calles de Cartago de principios del siglo pasado.
Los Percherones fueron la gran sensación por su gran tamaño y hermosura. Le dieron a los funerales de aquella época una elegancia que nunca antes se había visto en ninguna parte país.
Los carruajes fueron tallados por un artesano cartaginés que solo se recuerda como Macho Parini. De acuerdo con la opulencia económica del difunto, así era su funeral y era muy fácil medirlo por la cantidad de caballos que participaban.
A cada pareja de caballos se le llamaba troncos. Cuando se trataba de una persona adineraba, su la familia contrataba seis Percherones para tirar del coche fúnebre y otros dos para el carruaje que llevaban las flores. Entonces, entre menos dinero, menos troncos.
La funeraria llegó a tener 12 Percherones, uno de ellos llamado Carman. Las caballerizas se ubicaban donde hoy están las capillas de velación la funeraria, la cual era la casa de Carlos Arias.
“Los Percherones llegaban en barco por Limón. De ahí lo pasaban en tren a Cartago y venían en unas jaulas de una madera muy buena a tal punto que se usaba para hacer muebles que deben estar en más de una casa de aquí”, explica Claudio Arias, tataranieto de don Carlos.
En 1930, la exuberancia de los funerales con Percherones es opacada por la traída del primer carro fúnebre, el cual se armó en Cartago con un chasís que se trajo del extranjero y una carroza tallada igual por Macho Parini.
Pocos años después, don Carlos deja el negocio en manos de su hijo Claudio Arias Arias, quien lo mantiene intacto, pero en crecimiento. La muerte lo sorprende muy joven y fallece en 1949, ocho años antes que a su propio padre.
Como era de esperarse, los funerales de quienes fueron sus dueños engalanaron la ciudad de Cartago con aquellos carruajes, percherones y carrozas.
La inesperada partido obliga a Arnoldo Arias Chacón a ponerse al frente de la funeraria y logra que el negocio avance considerablemente y atraviese lo que sus antecesores no tuvieron: competencia.
El último funeral con Percherones fue en 1969. Aún, muchos recuerdan en Cartago aquellos silenciosos desfiles que, de acuerdo al difunto, se vestía a los caballos. «Cuando era una señorita, se les colocaba una malla blanca encima y un penacho del mismo color», recuerda el tataranieto del fundador.
Arias Chacón muere en 1980 y su puesto de gerente general lo ocupa su hijo Arnoldo Arias Álvarez, quien hasta la fecha está al frente de la funeraria de la mano de su hermano Claudio y sus dos hermanas.
Es imposible saber cuántos ataúdes y funerales han realizados a los largo de estos 130 años de historia. “Habían unos libros viejos donde estaban apuntados todos los servicios, pero eso ahora quién sabe dónde está. Eran unos libros negros, muy grandes”, recuerda Claudio.
Vivir con la muerte tan cerca le hizo a esta familia perderle el miedo. Saben que tarde o temprano alguno de ellos será un cliente más de la funeraria. Por eso, ya están en una etapa de transición para que una nueva generación asuma aquel emprendimiento que nació en un Cartago muy diferente al de hoy.