• Historia escrita por Jorge Sánchez para Digitus CR

Por Jorge Sánchez

Redacción.   Jorge sonríe con la inocencia de un niño, aunque hace muchos años dejó de serlo. Tiene un hablar pausado y aunque le gustaría tener otro empleo que le permita llevar a su hogar mayores ingresos, algo se lo ha impedido: su brazo izquierdo está atrofiado.

Pero Jorge nunca deja de sonreír,  y su sonrisa denota inocencia, la inocencia de un joven de 25 años que antes de la pandemia vendía flores para ganarse la vida y hoy ofrece confites en una intersección cercana a Canal 7, en La Sabana, San José.

Es un muchacho tímido, pero esa timidez no es buena para su negocio. Por eso compensa su falta de expresividad con su mejor herramienta: la actitud.

Por eso, sonríe día y noche mientras ofrece a los conductores que a diario transitan por las inmediaciones de Teletica canal 7, en La Sabana, dulces a falta de flores.

–Está temblando; ¿tiene frío?, le pregunto.

–No, me responde mientras me muestra dos poderosas filas de dientes; –es que la sueta ya no calienta.

Este vecino de Hatillo 5, de  lunes a viernes, de 3 p.m y hasta las 9:30 p. m y sin importar el calor, la lluvia o el malhumor de los transeúntes, libra una batalla en procura de vender su mercancía: antes ocho ramitos de flores que le permitirán ganarse ¢5.000… si es que acaso los vendía todos; hoy un paquete de popis.

– ¿Y qué ocurría si no lograba vender las flores?, le consulto.

–Diay, no me daban nada.

– ¿Y en cuánto compraba las flores?

–A mí me las daban a ¢1.200.  Yo trataba de venderlas en ¢3.000, pero si el negocio estaba feo, las tenía que dar a ¢2.200,  me dice mientras devora un banano verde.

–Vamos, yo le compro algo de comer.

Pero Jorge, el de la sonrisa inocente, siente pena.

–No, me da vergüenza comer donde la gente me vea.

Estoy conmovido. Yo quería una conversación; él prefería aguantar hambre.

–Pero usted tiene que comer porque pasa mucho tiempo aquí, en la calle.

–No porque desde pequeño estoy acostumbrado a aguantar hambre.

Una lucha diaria

Jorge vive con  su abuela, Betty, una adulta mayor de 65 años. Con el dinero de las ventas, compran la comida.

–Llevo dos años vendiendo flores y me gustaría tener otro trabajo, pero solo tengo una mano buena y así nadie me va a dar uno. No quiero seguir humillándome con esto; no es nada bonito acercarse a la ventana del carro para ofrecer las flores o los popis y que me cierren el vidrio.

Aunque el dinero es escaso, Jorge ahorra una pequeña porción, convencido de que algún día reparará la maltrecha casa de su abuela.

–Me gustaría tener otro trabajo donde gane mejor, donde tenga un sueldo fijo. Me gusta la construcción, pero mi mayor problema es mi mano: yo solo tengo una mano que me sirve y sé que por eso nadie me da trabajo. Además, yo no sé leer ni escribir; me cuesta mucho aprender.

Jorge permanece más de cinco horas diarias ahí, de pie, sin comer ni beber nada. Teme que de hacerlo pueda perder una venta.. o una moneda.

–»Yo como antes de venirme de mi casa. Además, si paro un rato la gente se va y puedo perder alguna venta».

Para muchas personas, vender ocho flores no representa mayor dificultad; para Jorge sí lo es. En muchas ocasiones se ha ido con las manos vacías o con algunas monedas que alguna buena persona le da y, aun así, al día siguiente regresa esperanzado que ese si será un buen día.

Son casi las  9:30 p.m. y todavía está allí, en la intersección.

–Cuando vendía flores, a veces terminaba antes. Entonces tenía que esperar a que vinieran por mí o irme a pie hasta la casa, me dice mientras vuelve a sonreír.

De su brazo cuelga una bolsa de confites.

– ¿Señor, me compra uno?

* Esta nota es parte del convenio con Digitus CR, el laboratorio de innovación y producción de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Federada San Judas Tadeo.