Rogelio Ramírez Cartín
Abogado y escritor
Las respuestas pueden ser tan diversas como seres humanos hay en la tierra. Los dolientes sentenciarán según sienten; el pueblo, según quiere y el Estado, según debe. Pero todos lo harán según su propia noción de justicia. Voces autorizadas, en tanto seres sensibles al padecimiento de una víctima, invocarán el peor de los castigos, el encierro perpetuo o hasta demandarán la muerte para el criminal.
Ahora, analicemos. Según funciona nuestra sociedad, un crimen deberá acarrear un castigo, y a través de la potestad punitiva del Estado, devendrá la imposición de una pena. Para determinar esa pena, cuando se trata de privación de libertad, la Constitución Política de la República, de la cual deviene toda norma legal, dispone en su artículo 40 –dando vigencia a principios y obligaciones de derecho internacional- la prohibición expresa de penas perpetuas o privativas de la vida.
Por su parte el artículo 51 del Código Penal costarricense, ordena que la sanción privativa de libertad no puede exceder los 50 años, y específicamente en el caso del delito de homicidio calificado la pena máxima se sitúa en un límite de 35 años. Es decir que, quien cometa dos o más homicidios calificados, podrá ser sentenciado a la suma total de años en prisión –tantas penas máximas como asesinatos haya cometido- pero para efectos de ejecución ese monto debe reducirse al límite máximo de 50 años –valga mencionar desde ya, que dicho extremo no será jamás cumplido por el sentenciado en virtud de las posibilidades de beneficio carcelario que se traduce en reducción de la pena-.
¿En ese contexto, qué es la pena?
Diremos que etimológicamente su significado remite a la retribución para compensar un crimen y a la expiación del daño causado. Ambas posibilidades permiten un traslape con alcances afectivos que transforman la pena en un acto de venganza. Pero el Estado como ficción anónima, carente de afectividad e indiferente a ella, suscribe la idea de retribución y enmascara la venganza con discursos de “adaptación social”. Y digo “discursos de adaptación social” con un dejo de sarcasmo, porque un alcance criminológico innegable es que todo criminal, por definición, es producto de la sociedad.
¿Cuánto de venganza tiene la pena?
En este lado del mundo, TODO, y no es algo que deba desdeñarse, porque en tanto la pena es castigo, no es concebible un castigo que no sea una reacción, una respuesta, una reivindicación. La gran incoherencia se da cuando, hipócritamente, se castiga con “intención” de venganza, pero la pena se atempera con fines irreales de resocialización, rehabilitación y readaptación, quedando al final, una víctima burlada frente a un delincuente empoderado. La Sala Constitucional ha dispuesto en reiteradas resoluciones que dichos fines resocializadores de la pena son vinculantes para el sistema carcelario, pero no para la norma que describe el monto de pena que, como castigo, debe imponerse al delincuente.
Quien delinque altera un equilibrio en dos planos: Uno individual y otro social, para el primero aplica la reparación, y para el segundo la retribución. ¿Pero qué sucede cuando en virtud del daño causado, como sería un asesinato, no hay posibilidad de reparación? ¿Debe entonces potenciarse la retribución? Indudablemente sí. Y es aquí donde resulta oportuno diseccionar el concepto de pena y abordar su componente de “medida”.
La norma legal impone determinado “cuantum” a la pena según sea el delito cometido, y lo regular es que, en delitos graves, ese “cuantum” se determine en unidades temporales, es decir, que se “mida” en tiempo. Y esa pena en tiempo, debe, además, cumplirse en determinado espacio: la prisión.
Visto lo anterior, queda claro que la pena entrecruza dos “dimensiones”, el tiempo y el espacio. Se impone un castigo que “durará” determinada cantidad de tiempo y que deberá cumplirse dentro de un lugardispuesto para ello. ¿Pero esa cantidad de tiempo, a qué variables responde? ¿Cuánto tiempo es suficiente según el delito y el delincuente? ¿Y el lugar donde se debe cumplir el tiempo de la pena, qué tanto “aporta” al castigo y qué tanto a la reinserción?
Castigar con tiempo y espacio afecta dos grandes ámbitos del ser: El tiempo en prisión es, esencialmente, tiempo perdido, es tiempo de exclusión, de exilio, es una pausa del ser, un paréntesis existencial. Por su parte, la cárcel como estructura, restringe la libertad, limita la movilidad y reduce al mínimo el espacio vital, y así, minimiza las posibilidades de desarrollo del ser. Tal es la naturaleza violenta implícita en el castigo.
La ecuación de la pena en prisión es una tragedia humana, pero un crimen sin castigo es una tragedia social. Tal es la necesaria correlación entre crimen y castigo.
Abarcados sucintamente los alcances esenciales, formales, periféricos y legales de la pena, surge otra cuestión.
¿Para qué sirve la pena?
Discursivamente, la pena pretende retribuir a través del castigo, desalentar la comisión de nuevos delitos, ejemplificar a través de las consecuencias, proteger a la sociedad apartando a sus agresores, y readaptar a los delincuentes para devolver personas “sanas” a la sociedad. El problema es que hay quienes perciben la prisión como una mera variante de su entorno, hay quienes delinquen convencidos sin importar la “amenaza” de la pena, y hay quienes entienden el tiempo de encierro como una simple espera.
¿En delitos atroces como el homicidio de personas indefensas, será suficiente el tiempo en el encierro, o será necesario plantearse como tercer variable la intensidad de la pena? ¿Será una verdadera retribución ante el daño causado hacer esperar al criminal por 35 años (aunque suele resultar en muchos menos) en una cárcel que en vez de castigar le acoge? ¿O será más eficiente el confinamiento por menos tiempo pero en condiciones más intensas?
¿No resulta más honesto que, habiendo causado muerte, se equipare el daño y socialmente se le excluya de por vida? ¿O acaso no es justo que quien vilmente apagó una vida no deba someter la suya?
No se propone aquí que la punición deba retroceder hasta vengar vida por vida; pero sí que haya una pena definitiva ante un daño definitivo. La pena no disuade, pero tampoco la víctima resucita. Urge la coherencia.
Si el legislador despreció una conducta, la tradujo en delito y designó un castigo; y luego un tribunal garante impuso ese castigo, ¿cómo entender que en ámbitos de ejecución se relativice la pena, y si el castigo pretendía serlo, el asesino ni se entera?
La víctima no vuelve, el daño no se resarce, el delito no se previene, pero al menos que el castigo lo sea, y que el asesino comprenda que la consecuencia de su desprecio a la vida, debe intentar ser un equilibrio.
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