Foto con fines ilustrativos.

Redacción- Me llamó a eso de las 8:30 de la mañana, se escuchaba preocupado y con su respiración un tanto acelerada. Me describió, temeroso e impactado, cómo entraron a su oficina, vestidos con grandes trajes azules que cubrían absolutamente todo su cuerpo.

“Estoy muy preocupado, nos tienen aquí encerrados”, me dijo.

“¿Pero qué pasa?”, le respondí.

“Tengo que colgar, nos están llamando de nuevo”, añadió, sin tiempo para dejarme pronunciar una palabra más.

Pasó poco más de 30 minutos para que la noticia fuera develada en los principales medios de comunicación de todo el país. Sin casi necesidad de que Vinicio me diera mayor detalle de lo ocurrido en su lugar de trabajo la mañana del 11 de junio del 2020, ya lo sabía y lo sabía todo Costa Rica.

Las alarmas de alerta se encenderán nuevamente como de costumbre en esos días, pero no con la misma magnitud que en nuestra casa de habitación, donde todo será diferente, en donde pasará 15 largos y muy difíciles días. 

Me volvió a llamar, me dijo nuevamente que estaba preocupado, que no entendía lo que pasaba, se escuchaba más nervioso que en la primera llamada.

“Parece que sí, nos tienen a todos aquí encerrados, hay Covid en la oficina”, me dijo.

“Nos van a mandar para la casa a todos, cuando llegue hablamos”, añadió, se escuchaba igual que en la primera llamada, preocupado; y a la vez, muy desalentado.

Me contará una y otra vez, ya hasta perderé la cuenta, de las incontables veces que recibirá llamadas de vecinos, “amigos” y hasta desconocidos. Le preguntarán de forma insistente si está sano, si ya está libre del virus.

Casi un mes después del suceso, sus conocidos se asombrarán de verlo en las calles, de verlo en el supermercado o en la pulpería en San Joaquín de Heredia, su provincia de nacimiento.

“¿Por qué usted anda afuera?”, le dirán. “¿Silvia su marido no es que tiene Covid? ¡Usted tiene que estar en su casa!”, me dirán incluso a mi.

La pandemia en Costa Rica ha cobrado la vida de más de 20 personas desde que se detectó el primer caso de Covid-19 en el país el pasado 6 de marzo. Aunado a las lamentables muertes, otro mal se ha hecho notar en medio de la tragedia. De un grupo de más de 4 mil personas contagiadas, una, de las que hasta ahora se conoce, recibió amenazas de parte de vecinos por su condición positiva con el virus. La Comisión Nacional de Emergencias (CNE) informó el 16 de junio del 2020 sobre la inaudita, pero sobretodo triste noticia del traslado de esta paciente a un centro de aislamiento luego de que sus vecinos intentaran apedrearla y hasta quemar su casa de habitación.

En aquella ocasión, el mismo ministro de Salud, Daniel Salas, hizo este comentario dirigido a la población en conferencia de prensa:

“Cualquier persona se puede enfermar por Covid-19. No existe ninguna circunstancia o motivo para ese tipo de reacciones. No estamos hablando de ningún extraterrestre que llegó a invadirnos, es un virus que llegó y tenemos que convivir con él”, dijo como reacción a ese mismo caso.

Vinicio llegó a la casa como cuarenta minutos después de que conversaramos por última vez cuando me llamó desde su trabajo en la Municipalidad de Heredia. Su semblante dejaba entrever la gran incertidumbre y temor que lo embargaba. Se mostraba dolido, me miraba a mi y a mi hija Sofía con ojos de sorpresa como quien no podía creer que lo que estaba observando fuera real. Se quitó los zapatos y se puso alcohol en gel en sus manos.

“Papi, usted ahora va a tener su cuarto y nosotras..”, alcanzó a decir Sofía cuando Vinicio la interrumpió y le dijo algo nervioso y hasta disgustado:

“Un momento, me voy a ir a bañar y hablamos”.

“Pero pa,” “Un momento, primero me voy a bañar”, repitió.

Lo dijo con un tono de voz que denotaba molestia y dolencia, pero no de esa física, sino emocional, de la que puede doler aún más.

Mi insomnio me permitirá ver el impacto que lo sucedido ese 11 de junio causará en Vinicio, después de esa mañana en la que dejó de ser el mismo, ese día en que su sonrisa se apagó y la tristeza pudo más. Serán de tres a cuatro noches en las que no podrá dormir. Se despertará en la madrugada y entre el intento de disimular las lágrimas para no ser notado, lo escucharé, lo sentiré a mi lado sollozar, mientras coloco mi mano en su pecho y pido a Dios que le dé tranquilidad.

La preocupación y el miedo se han sentido en todo el país por medio de demandas, de quejas, de señalamientos. Primero fue la solicitud de un sector de la población para declarar en cuarentena total a la zona de San Carlos por el gran aumento en casos de Covid-19 entre finales de abril e inicios de junio del 2020. Para ciertas personas, los nicaragüenses eran quienes llenaban de positivos al país tras su ingreso ilegal. Lo primero ha sido objeto de cuestionamientos, pero efectivamente lo segundo sucedió. Llegaron, incluso, con ayuda de costarricenses quienes los transportaron y hasta albergaron en cuarterías bajo condiciones insalubres e irregulares, tal y como en reiteradas ocasiones informó Fuerza Pública.

Poco a poco esas voces que señalaban como culpables absolutos a los nicaragüenses, se desvanecen, dejan de escucharse, al menos con el mismo eco que en aquel momento lo hacían. Ahora la atención se concentra en el Gran Área Metropolitana (GAM), los señalados son los alajueliteños, los desamparadeños, los que viven en Pavas. 

Un dato importante que arroja el Ministerio de Salud indica que el número de contagios de nacionales ha ido incrementando respecto al de los extranjeros, hasta llegar a una diferencia total de casi 2 mil casos entre ambos. Por dar un ejemplo, el 4 de julio anterior, se reportaron 96 positivos entre la población extranjera y 214 en nacionales para un total de 310 casos nuevos. Por otra parte, el aumento en las cifras de casos se ha dado, claro, por la influencia del comportamiento de la pandemia en el país vecino, pero también por el rompimiento de burbujas sociales, por reuniones, fiestas y un relajamiento de la población que confunde flexibilizar medidas con libertad “para hacer loco”, según el jefe epidemiólogo del Hospital México, Álvaro Áviles, quien hizo este comentario en una entrevista al medio nacional AM Prensa.com.

En el desayunador de la casa, Vinicio, Sofía y yo nos mirábamos con temor y mucho nerviosismo. 

“Pero papi, ¿y su mascarilla?”, le dijo Sofía muy preocupada a Vinicio.

“Tranquilas, yo no tengo nada. Nos hicieron los exámenes, no tengo síntomas, estén tranquilas”, nos decía casi llorando con una angustia que se desbordaba en su semblante cansado y dolido.

Me dijo que debía pasar unos días en la casa mientras desinfectaban las instalaciones y se analizaba la evolución de nuevos posibles casos. Nos trataba de calmar, pero esa angustia seguía ahí, la podía observar en sus ojos, en su cara, en su voz, a simple vista se notaba que no estaba bien.

Me contará días después el por qué de su dolor, el por qué de su reacción al llegar a casa, al vernos con mascarillas, guantes y al observar aquel cuarto ya preparado para su aislamiento. Me dirá con lágrimas en sus ojos, que se sintió señalado, excluido e incluso despreciado por su propia familia.

“Usted no sabe el shock tan grande que fue verlos entrar, que lo esperan, que uno no sabe si lo tiene o no, uno empieza a darle vuelta a la cabeza, que si estuve con aquel, con aquella, si no estuve, si me tocó, si no me tocó, es terrible”, me dirá cuando por primera vez decida hablar de lo sucedido. Me lo seguirá contando en repetidas ocasiones, con el mismo dolor como si lo viviera una y otra vez.

Su mayor preocupación en los días venideros será su familia y sus padres en particular, quienes además de ser adultos mayores, tienen graves problemas de salud. Me dirá que no aguantaría la culpa de contagiarlos, no solo a ellos sino también a nuestras otras dos hijas gemelas Raquel y Rebeca, o a nuestros nietos Felipe y Emmanuel, a quienes había cuidado el día antes de la intervención de Salud en su trabajo.

Vinicio no será el único afectado tras lo sucedido en su trabajo, también lo será una compañera, de quien prefiero no decir su nombre. Él mismo me contará que al intentar tomar un taxi cerca de la municipalidad, le rechazaron el servicio por laborar en una empresa donde hay Covid. Su uniforme de trabajadora la delató injustamente.

Antes de aquel episodio, lo veía siempre cuidadoso, con su mascarilla, guantes, alcohol en gel. Salía de casa muy temprano para su trabajo con todo lo que necesitaba para cuidarse de un contagio. Vinicio se preocupaba como cualquier otra persona al ver que en el país los casos aumentaban día a día. Me comentaba, incluso, que su condición de hipertenso le exigía ser más estricto con los protocolos sanitarios.

Ahora, luego de transcurrir casi un mes desde aquel episodio, lo veo distinto, más temeroso, como si aquello se hubiera convertido en un trauma. Mira las noticias y vuelve a repetir lo sucedido, lo cuenta con el mismo detalle con que lo relató por primera vez. Pero pese a ello, lo noto más humano, con más empatía al hablar del dolor de quienes lamentablemente sí han dado positivo con esta enfermedad.

Vinicio se sienta a hablar conmigo afuera de nuestra casa, ahí nos sentamos en unas piedras, vemos pasar a algunos vecinos a quienes saludamos de lejos. En medio de todo lo conversado, muestra su molestia por lo que considera una injusticia.

“Es que la gente sí es ¿verdad?, la gente humilla a quienes tienen esto, la gente se hace a un lado y es cuando se necesita más apoyo”, me dice con indignación, como si se estuviera liberando de su propia angustia y desahogándose de la molestia que le genera la indiferencia de otros.