Por: Rogelio Ramírez Cartín
Abogado y escritor
Karl Marx, Maximilian Weber y Robert Merton, gigantesco triunvirato de la sociología, nos ofrecen su punto de vista para ensayar una respuesta.
En entornos burocráticos “la cabeza remite a los círculos inferiores la preocupación de comprender los detalles, y los inferiores creen que la cabeza es capaz de comprender lo general. Así se engañan mutuamente.” –tal cual nos dibuja Marx la entropía del desorden, que anida como potencia inminente o manifiesta en los sistemas (instituciones públicas) que desatienden su naturaleza de servicio erigiéndose en áureos monumentos becerriles.
Una precisión es necesaria: Weber nos recuerda que la burocracia como sistema organizativo quizá remite a un orden instrumental y funcional inevitable, pero es exactamente la desviación o enajenación de ese objetivo funcional, lo que pervierte y envilece su noción inofensiva, y lo mismo aplica al burócrata.
En esta parte del mundo, donde no terminamos de decidir cuál es el camino hacia la prosperidad general, es propio del servicio público, tender inercialmente hacia el exceso tecnócrata, la lentitud y la obstrucción o incluso hacia el boicot del desarrollo, el emprendimiento y la iniciativa del ciudadano.
La burocracia –continúa Marx- “deviene en una fuerza autónoma y opresiva, que es sentida por la mayoría del pueblo como una entidad misteriosa y distante, como algo que, no obstante determinar sus vidas, está más allá de su control y comprensión, como una especie de divinidad frente a la cual uno se siente azorado y desvalido.” Cuanta visión se verifica en esta opinión de Marx, su descripción corresponde con lo que sucede hoy en día en las pirámides interminables del Estado, ese maremágnum con ansias de Olimpo, que olvidó deberse al ciudadano con su justo derecho a prosperar en paz.
Benito Pérez Galdós, literato y político español, con su preclara teorización social, decía que la burocracia “es una tapadera de fórmulas baldías, creada para encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el cohecho y en las recomendaciones”. Es la burocracia -afirmaba Galdós sin ambages- una “masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones”.
Deducido de la abstracción del Estado, encontramos al burócrata, ese empleado o empleada que -parafraseando a Marx- “no se preocupa por el carácter opresivo y parasitario que puede desarrollar. Por el contario, piensa que es indispensable al interés general.”. Lamentable fantasía del empleado que olvida su papel facilitador en la comprensión del usuario sobre lo debido y procedente.
Abundan los ejemplos del funcionario público enfrentando con prepotencia al ciudadano, creyéndose poseedor de la verdad y ungido de toda potestad creadora universal. Merton dictamina que ese actuar es demostración de una “incapacidad adiestrada”, la afirmación de una “flexibilidad insuficiente en la aplicación de destrezas”. Merton profundiza un poco más, denominando como “psicosis profesional” a la parálisis de la iniciativa en el común de los burócratas que convierten un valor instrumental en un valor final, es decir, aquellos que totemizan la burocracia, por inútil que resulte, proclamándola esencial y legitimándola en la dispersión de brevedades rígidas y paralizantes. Aquellos que ciegamente, sacrifican el espíritu de la utilidad por la tramitología cadavérica.
Siguiendo a Merton, puede entenderse que los burócratas funcionan mediante dos tipos de relaciones: Una formal, impersonal y sujeta a normas; y otra informal, contrapuesta y paralela, mediante la cual desarrollan la actividad tecnócrata según sus criterios personales, perjudicando a unos, cuando lo desean y lo quieren, y beneficiando a otros, cuando voluntariamente así lo convienen.
Rutina y ritualismo –dice Weber- como vicios opuestos a las virtudes de la eficacia y la innovación.