Rogelio Ramírez Cartín
Abogado penalista, consultor en investigación criminal y escritor


Me permitiré la libertad de elucubrar, siquiera someramente, en torno a algunos alcances menos transitados del sicariato y su verdadera razón para preocuparnos.

Desde su popularización en la Colombia de los años 80, el fenómeno como tal no ha experimentado mayores variantes en cuanto a sus factores criminógenos, aunque si en el recrudecimiento de sus métodos y en la identificación de sus objetivos victimales.

Mucho ha evolucionado el sistema de control formal, entendido como la convergencia de los ámbitos de persecución criminal y de administración de justicia, en los países más azotados por esa modalidad delictiva, no obstante, la permanencia del fenómeno habla por sí misma sobre la escasa efectividad de la solución propuesta hasta ahora.

Es bien sabido que el sicariato responde a la demanda que existe de tal servicio, y que en tanto se den las condiciones sociales aptas para la permanencia del fenómeno, en igual medida sobrevivirá la necesidad de esta práctica delictiva, principalmente en ciertos sectores que propugnan por el control de territorios o actividades, usualmente relacionadas con otras modalidades criminales más complejas o rentables.

La lección colombiana sobre la expansión del fenómeno nos enseña que la “cantera” para “extracción” de sicarios conserva la misma caracterización, a saber, marginalidad aun en amplios territorios, donde pululan la baja escolaridad, el desempleo y la miseria –que no necesariamente se refiere en este ensayo a la escasez monetaria, sino a la identificación colectiva con valores adversos a la convivencia pacífica, lo cual engendra sistemáticamente una desvalorización de los más elementales bienes jurídicamente tutelados, como es el caso de la vida misma-.

Aún ante dicho panorama, sobrevive primordialmente en la población joven un ánimo por demostrar poder y ciertamente el éxito de tal objetivo se logra mediante la superación de desafíos, que a su vez redunda en la identificación de un grupo hacia un líder y de los individuos hacia un grupo, que no solo les satisface la necesidad de pertenencia, negada por la sociedad común, sino que les asegura alguna vigencia protagónica en su propio contexto, y con sus acciones, en la comunidad que les resulta extraña y hostil  económicamente hablando-.

Estas “minas” de sicarios, son bien detectadas por los grupos criminales  que procuran la dominación de áreas o la exclusividad de ejercicio –o ambas-, puesto que parte de lo que encuentran atractivo –y necesario- de la actividad de los sicarios es su escaso o nulo vínculo con la organización y por ende cumplen con tres claras pretensiones, eliminar al objetivo, enviar el mensaje a la parte rival y disminuir la posibilidad de que quienes ordenaron la muerte del objetivo, y su organización en sí, sean identificados aun cuando se arreste a los sicarios ejecutantes. Algunas organizaciones cuentan con su propio séquito de sicarios, pero es esperable solo ante una estructura cuyo poder ha alcanzado ya dimensiones que en alguna medida sobrepasan el poder de reacción o respuesta de los entes oficiales de represión.

El perfil del sicario, tampoco ha variado mucho, puesto que siguen siendo producto de las mismas condiciones socioeconómicas y culturales que en algún momento potenciaron su actividad. Es esperable que se trate de individuos sin mayor escolaridad, con escaso historial delictivo, situados en un rango etario que va de los 16 a los 35 años, sin empleo o con oficios lícitos ocasionales, probablemente inmersos en hogares conflictivos por su propio aporte, con descendencia de corta edad y con notorio nomadismo delincuencial. Es esperable un alto consumo de drogas y alcohol, así como su asistencia a determinados sitios de confort para sí, en donde es reconocida su pretendida cuota de poder – discotecas, bares, billares-. Esta demostración de “poder” le hace visible por cuanto la suma de inmadurez con impulsividad le lleva a expandir su violencia – amenazas y agresiones- a otras áreas de su vida, como la familiar o la cotidiana interrelación con otros sujetos de su propio entorno.

Aunque las condiciones criminógenas del medio son ciertamente semejantes o incluso las mismas, la modalidad del sicariato rara vez tomará el mismo cauce que el fenómeno pandilleril –maras-, puesto que, aunque el sicario recurre por necesidad de demostración y para suplirse de insumos –armas, municiones, documentos, etc.- a la conformación de grupúsculos, no será esperable encontrar pandillas o grupos organizados o aún células numerosas conformadas por sicarios, ya que su modalidad no requiere de la participación de más de cuatro ejecutantes, siendo lo común la intervención de dos sujetos, y ello es así en razón de la necesidad de maniobrabilidad eficiente en la ejecución del “trabajo” y en el logro de la huida. A propósito de esto último, el sicario recurrirá a medios de transporte reconocidamente ágiles –en la totalidad de sus ámbitos- y su dominio sobre él será notable puesto que de ello depende el éxito de la operación e incluso su supervivencia.

El sicario no tiene, en general, motivaciones propias para la ejecución de sus crímenes, excepto, claro está, la remuneración económica y el “prestigio” que se deduce para sí de la efectividad de sus “trabajos”. Esa falta de motivación quizá no resulta ser un concepto atinado, puesto que la motivación, más bien, se ha estructurado difusa y genérica, paralela a sus rasgos de personalidad. Hay “habilidad” en la psique del sicario para “desdoblarse” y desconocer o despersonalizar a los objetivos de su “trabajo”, aunque ello no implique una desensibilización real o absoluta con respecto a sus emociones. Incluso, es esperable que mantengan una especie de código de conducta en la que determinadas acciones se encuentran vedadas, como por ejemplo el asesinato de niños.

Esa habilidad de desdoblamiento es lograda con relativa facilidad en tanto resulta ser una manifestación más de lo aprendido durante las distintas etapas de su formación como persona, diríamos que su condicionamiento temprano le ha hecho un ejercitante frecuente del desapego más hacia lo afectivo que hacia lo material, de allí que el dinero asume una jerarquía mayor en su escala de valores que la vida misma, pues sus circunstancias le han llevado a identificar un mayor aprecio a lo que pueda conseguir, ya sea desposeyendo violentamente o como retribución de actos delictivos, con los que logra además realizar su interés vindicativo hacia la sociedad –difuso y general-, la superación del reto y la demostración de poder.

Las armas que utiliza el sicario, igualmente guardan relación con su desdoblamiento emocional y su “ausencia” de motivación personal, así entonces no es casual que recurra al arma de fuego, que igual le provee de letalidad y de distancia con respecto a su objetivo. El sicario evitará los métodos que literalmente le impregnen de su objetivo, y por la misma razón evitará robar bienes a sus víctimas, a menos que el apoderamiento de algún objeto abone a su manifestación de “poder” o sea parte de lo demandado por su contratante. La disposición de las heridas infligidas, resulta aun más sugerente de la intervención de un sicario, puesto que serán en gran número y precisas, o bien, pocas pero exactas. Será esperable en el común de los casos, encontrar heridas dirigidas a la parte trasera de la cabeza o la boca, y si son en gran número habrá precisión en el área del tórax.

Si además hay ataduras o mordazas, quizá deba pensarse primero en la intervención de una motivación personal en quienes ejecutan el crimen, pues para el sicario no resulta atractivo ni necesario involucrarse “tan a fondo” con la razón del crimen. Quizá participe en la búsqueda y captura de la víctima, y por supuesto en su ejecución, más no así en los actos de tortura provocados por la inmediatez o proximidad del motivo en quienes la realizan.

Las variantes criminógenas, como ocurre en la mayoría de las modalidades criminales manifiestas, son la enfermedad que subyace, crece, se adapta, evoluciona y se afianza en una sociedad. Los síntomas de esa enfermedad se aplacan con paliativos, pero la enfermedad solo se potencia y aprovecha la reacción ineficaz para aplicar correctivos y mejorar sus métodos, lo cual facilita su metástasis en un entorno sociopolítico anquilosado.

El aspecto más preocupante del sicariato no es necesariamente su manifestación sino su generación, su “demanda” más que su “oferta”. Y es que mientras existan las condiciones adecuadas –marginación, miseria, desempleo, subdesarrollo mental y cultural-, surgirán las distintas manifestaciones criminales, pero si hay además demanda por un delito que responda al mero lucro, producto de una amalgama sociopolítica, prosperarán las “minas”, y el “mercado de valores” en el que se compran y venden vidas, no conocerá límites.